Edgar Martínez, voluntario de la Cruz Roja Mexicana, es el propietario y compañero de Balám y Orly, provenientes de un linaje canino que ayuda en la búsqueda y salvamento de personas en desastres naturales o desapariciones
La escombrera es un espacio que les prestan para entrenar. Edgar, de 34 años, baja del vehículo vistiendo un overol rojo. Cojea un poco debido a un dolor en su rodilla derecha. Es entrenador para guiar e instruir a su equipo. Lo acompañan su hermano Isaac Martínez y su primo Alan Perales, entrenadores y figurantes. Ellos tienen la tarea de motivar al perro, saber equilibrar sus impulsos y recompensar en el momento adecuado. Quien los transporta en el vehículo es Alejandra Angulo, a cargo de la logística y servicio médico de la unidad.
En febrero pasado tanto Edgar como Orly y Balám formaron parte del contigente de especialistas de México, que incluía a otros 14 rescatistas de cuatro patas, que viajó para ayudar en Turquía, que junto con Siria, fueron afectadas por sendos terremotos de 7,8 y 7,5 grados de magnitud. El tándem del voluntario mexicano y sus perros tuvieron que saber adaptarse a otro idioma y otra cultura en un momento aciago, enfrentándose a temperaturas de cero a menos 15 grados y el riesgo de réplicas. Meses después, pueden contar con alivio de que fueron capaces de sobrellevar las adversidades. Pero no todos regresaron, como el perro Proteo, del Ejército mexicano, que debido al clima extremo y su avanzada edad causaron su fallecimiento.
Es por situaciones como el desastre en Turquía o cualquier seísmo, que un binomio canino debe prepararse. Adaptan sitios prestados para entrenar, como la escombrera en la que se encuentran, y le añaden factores que pueden afectar su concentración y rendimiento, como fogatas, otros animales, personas o comida. “Lo más desafiante y difícil del proceso es lograr que el perro vaya contra su propia naturaleza”, explica Edgar. Son situaciones serias, fuertes y de vida o muerte, pero para los perros, aclara, “es un juego y es divertido todo el tiempo”.
Un binomio canino es una relación de confianza y empatía entre un perro y un humano. Es fruto de una profunda relación emocional que se forja por años. Edgar es fotógrafo de profesión, pero es rescatista desde hace 19 años. Un día vio en internet que había perros de rescate y a partir de ese momento, hace seis años, le entró el interés y se empezó a formar y a conseguir distintas certificaciones, así como también lo han hecho Balám y Orly. Para ser un perro rescatista, es necesario que el especimen sea muy juguetón y que sea muy seguro de sí. Pero no cualquier perro puede ser rescatista, explica Edgar.
En su mayoría, son animales de raza, porque es necesario tener en cuenta temas congénitos, como enfermedades hereditarias, para tener controlados estos aspectos durante los dos años de entrenamiento aproximado que requieren. También influye la zootecnia del animal, continúa con la explicación, ya que perros como los huskys, por ejemplo, les gusta correr y tenían esa función de jalar trineos; o los malinois, una variedad del pastor belga, que idealmente la policía usa para operaciones de seguridad y defensa. Un labrador o un beagle, como Toby, otro perro en formación a cargo de Fernanda Rubio —integrante del equipo—, son algunas de las razas aptas para esta labor, pero Edgar prefiere a los border collie por su inteligencia.
Balám, de cuatro años, tiene el pelaje negro con tonos plomo y café jaspeados; y sus ojos bicolor, uno café y el otro celeste. Es el líder de la manada. Edgar prepara un ejercicio. Le pide a Alan que busque un lugar en el terreno derruido y se esconda bajo una estructura liviana, pero antes le muestra una pelota al rescatista de cuatro patas. Es su estímulo. Después de reconocer su juguete, Alan lo aleja para que no vea a dónde se dirige el figurante antes del ejercicio de búsqueda. El lote está lleno de escombros de distinto grosor, con pedazos de concreto, piedra, polvo, vidrio, metal, plastoformo y alambre. Es inestable. Cualquier incauto podría torcerse el tobillo con un paso en falso. Edgar lo llama para comenzar la práctica. Balám pone una de sus patas delante de la otra y flexiona su cuerpo, como un atleta listo para escuchar el disparo de salida. Con una mezcla de concentración y ternura, no le quita la mirada a Edgar. No hay peligro inminente, pero el border collie está listo.
“Balám, ¡busca!”, ordena Edgar e Isaac le quita inmediatamente su collar. El rescatista canino se activa y se desplaza sobre el terreno accidentado con la facilidad de Usaín Bolt en los cien metros planos. Es efímero y veloz al correr, como un rayo. Tarda un minuto y 17 segundos en encontrar a Isaac. Una vez que lo tiene localizado comienza a ladrar con fuerza, refuerza su acierto con el olfato y rasca la calamina donde se encuentra Alan hasta que termina el ejercicio. “Muy bien, muy bien”, le hace fiesta el figurante y lo premia entregándole su pelota naranja. “Bien hecho, papi”. El perro no para de mover su cola.
Ejercicios como el anterior se van complicando a medida que el perro va adquiriendo más experiencia y seguridad. Es así que logran múltiples búsquedas en una situación real. Balám es especialista en buscar a personas vivas y recién fallecidas. Puede hacerlo tanto en estructuras colapasadas o a través de una prenda para rastrearla, ya sea en escombros, en la calle o en un bosque. “Es un perro muy intenso [Balám], corre mucho. Le gusta desplazarse, es muy ágil. Entre escombros los necesitamos así, que se desplacen de un punto a otro con ese ímpetu”, explica Edgar.
La personalidad del perro hace mucho. Orly, en cambio, también de cuatro años y de pelaje negro y blanco, tiene un temple más tranquilo. “Es más cauteloso, observa más”, precisa Edgar, mientras lo llama para realizar el mismo ejercicio. El can, que entiende perfectamente, conserva la calma y mantiene el orden, en una mezcla de seriedad, como si estuviera conciente de que el entrenamiento es parte importante de su trabajo, pero a la vez listo para darlo todo en lo que para ellos es un juego. “Todo tiene que ser positivo, no se les puede asustar”, dice Edgar antes de comenzar.
Repiten el mismo procedimiento y Orly comienza la búsqueda. Parte con premura, pero no con la explosión de Balám. Tal como había anticipado su entrenador, olfatea más, se detiene, su nariz le marca dónde desplazarse. Es como si juntara evidencias, como un detective, antes de dirigirse al lugar donde Isaac se esconde. Un minuto y 45 segundos. Le entregan su pelota y le dan palmadas de ánimo. “¿Quién es un buen chico?”, pregunta Isaac. Orly, con la lengua afuera, parece asentir.
Mientras Balám y Orly son retirados del área de entrenamiento, se escucha a Isaac darle ánimo muy tiernamente a Robin, de dos años, otro border collie en formación, antes de que comience su práctica: “Vamos a buscar, papá. ¿Quién va a buscar, gordito?”. El perro, de color blanco con motas grisáceas, va feliz con el también entrenador. Pero no todo es trabajo para los dos perros certificados. La fama también persigue a Balám y Orly. No falta el cariño de la gente que los ve en el parque, les felicita y premia con una caricia por el trabajo que realizan. Ya sea una selfie con un transeúnte o curioso que se encuentra cerca, o con el secretario de Relaciones Exteriores de México, Marcelo Ebrard, los perros rescatistas de Edgar están prestos para cualquier muestra de afecto.
Balám y Orly provienen de un linaje de perros rescatistas, de ese monte del Olimpo de una tradición mexicana a la cual pertenece Frida o su padre Athos, que junto a Edgar atendieron en las labores de rescate tras el seísmo de 2017 en Ciudad de México o después de la erupción del Volcán de Fuego en Guatemala. Para pesar de la comunidad que ama a los “peluditos rescatistas”, el primer acompañante de Edgar murió debido a envenenamiento. Fue un vecino quien les dio salchichas con veneno para rata tanto a Athos como a su hermano, Tango, un yorkshire que proveía servicios de asistencia emocional. El hombre, de 60 años, había manifestado su deseo de asesinar a los perros, según testigos del caso, supuestamente por los desechos que estos generaban y las molestias que le causaban sus entrenamientos en una jardinera de un área común de la colonia. Vicente N. fue sentenciado en 2022 a 10 años y 6 meses de cárcel, en un caso que se ha convertido un parteaguas en el tema del maltrato animal.
“Los perros están todo el tiempo con nosotros. Viven literalmente como vivimos nosotros. La casa es de ellos. Para muchas personas es muy difícil comprender cómo llega a impactar directamente la intervención de los perros en nuestra vida. Es como cualquier otro miembro de tu familia, como si no estuviera tu papá, tu hermano o tu mamá. Creo que eso es lo mismo que yo sentí cuando perdí a Athos. Fue un proceso muy duro”, recuerda Edgar.
Lo de Edgar y sus perros es una labor solidaria, no reciben dinero por su trabajo de ninguna entidad. La labor de encontrar a una persona y rescatarla viva debajo de una estructura es invaluable, porque “nadie le pondría precio a su vida”. Tras varias horas de entrenamiento, el reloj marca un poco más de las 10.00 horas. La brisa de la madrugada ha desaparecido y una temperatura de 28 grados y el sol abrasante ahora da golpes de calor. La condiciones ya no son óptimas para seguir entrenando. Regresarán alrededor de las 16.00 para resumir el trabajo. Balám, Orly, Robinson y Rocky están encantados. Se van a casa a descansar y a relajarse un poco, ya sea durmiendo o jugando. Retornarán más tarde para seguir “jugando”, cuando en realidad practican y entrenan cómo ser héroes. Son buenos chicos, hacen sentir orgulloso a Edgar y parece que lo saben. Sus colas, moviéndose sin parar, los delatan.
Source: EL PAÍS